Están por llegarle a una obra que empezó como negra, tal cual debe ser para el caso, el Salón Central de Oaxaca que ahora se instala como Casa Mezcal en Nueva York.
Obra negra evoca ese “bellísimo mito” sólo posible en ese otro mito hermosísimo que es el arte.
Por eso, obra negra es origen y marca de identidad del Salón Central y Casa Mezcal. Porque obra negra era el taller del pintor Guillermo Olguín cuando se convirtió en el Salón Central. Obra negra son los trazos al carbón del bosquejo de Casa Mezcal que nos presenta. Y obra negra es la vida de esa especie de autoexiliados repatriados, fotógrafos, cineastas, pintores, antropólogos, poetas, colgados, alucinados, noctámbulos, cronopios, vagabundos que conforman su fauna urbana. Aunque colectivo, el proyecto nació de la inconformidad existencial e individual del pintor Guillermo Olguín, nacido en el Distrito Federal, de padre oaxaqueño y madre estadounidense, y radicado en Oaxaca. Estuvo fuera de México mucho tiempo, estudió en Seattle, Estados Unidos, trabajó en restaurantes, expuso en cafés, galerías pequeñas y en su taller. Una vez al año regresaba al Distrito Federal, “me emocionaba llegar al centro histórico, me entregaba a los lugares populares nocturnos y de baile, en las madrugadas a los cafés de chinos y a los hotelitos con letreros de neón intermitentes que recordaban a los faros: el Salón los Ángeles, el Barba Azul, el Tropicana, Covachita Taurina, El Nivel, Ambos Mundos, la barrita del hotel Isabel. Seguido me acompañaba mi compadre Rigo Perezcano. El cine nos movía y soñábamos con crear algún lugar que nos transportará a esos ambientes de luces suaves y buena música de salón.
“En el centro de Oaxaca buscaba justo eso, un espacio que me recordara esa sensación de alberge, cerca del olor y movimiento del mercado y las cantinas, sin pretensiones y lejos de Los Arcos y la trova cubana que invadía los lugares rústicos y coloniales prefabricados donde había algo ficticio y vendido --igual que ahora--, porque el turismo empezaba llegar en camiones repletos y la ciudad comenzaba a transformarse para siempre”.
Encontró el lugar. Un viejo inmueble ubicado en el 302 en la calle Hidalgo con techos altos, ventanas rectangulares y pilares fuertes en medio. Estuvo dos años pintando en él, conociendo gente de por ahí. “Había un cuarto oscuro para foto y mucha pintura. Nos motivaba a todos la sensación de estar en un lugar compartido y con la misma ilusión de que faltaba un espacio independiente, no institucional y propositivo. Abrimos el 2 de noviembre de 2001.
“Las paredes estaban repelladas, había un altar de muertos hecho por los que andábamos en el proyecto; yo y Perezcano pusimos la música; las chelas se enfriaban con hielo en tinajas de aluminio, sólo teníamos mezcal y un vitrolero de mojitos espantosos; la barra eran dos mesas de madera que se quedaron del taller; el baño, compartido; el cover, de diez pesos; no existían ni
comandas, ni meseros, ni nada, estábamos todos en chinga loca por que se puso hasta la madre; todo mundo que vino esa noche la pasó de lo lindo, tampoco sabíamos que teníamos que cerrar. Al otro día, con el dinero juntado pintamos, pagamos a un albañil para que hiciera la barra y mandamos a hacerlas puertas de cantina, como homenaje al El Nivel del D.F.”
Ahora, nos cuenta desde la red Guillermo Olguín, “así está quedando el altar al mezcal en Nueva York, compadre, sólo que el proyecto es muy grande y la lana muy poca, pero estamos avanzando”.
Texto de Renato Galicia Miguel / Revista Tangente
Dic, 2009.
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